Café Vía Tarot
—El maestro no hablaba de su familia… “Todos me dieron puerta, 9-11”, me
comentó lapidariamente alguna vez viniendo a ser la única referencia que tengo
de sus parientes. Nos hicimos panas del alma desde que me cupo la suerte de
auxiliarlo con la ambulancia Pegaso, como llamo a mi instrumento de
trabajo del 9-11. El hombre, tras una marcha alcohólica que lo puso a bailar
con la parca, terminó en los lomos de Pegaso y por las atenciones oportunas del
paramédico volvió al mundo de los vivísimos… por eso incluso en la dedicatoria
de un par de cuadros me llama así, 9-11. A la verdad, las anécdotas que tengo
del maestro son divertidas y algunas alucinantes como esa que ya le conté del
secuestro que fue objeto por parte de un incógnito padrino colombiano para que
le pinte en exclusividad cuadros taurinos en una mansión ultra lujosa refundida
en paradisíaca cala privada del Caribe. “No vea los servicios por lo alto que
me brindaron, puedo afirmar que fueron las mejores vacaciones cinco estrellas
pagadas de mi vida. Hazme el favor, 9-11, con un encierro de ese calibre no se
necesita para nada del Síndrome de Estocolmo”, resumió el maestro de los seis
meses que duró el secuestro. ¿Qué no le pasaba al maestro en su agitado devenir
de artista? Me consta que era un epulón, o como él mismo decía presintiendo que
el corazón no aguantaría mucho su trajín, “me trato a cuerpo de rey gotoso,
hasta el infarto masivo”. No le faltaban clientes de Mercedes-Benz, y con el
billete que recibía se daba al banquete de los filósofos, en esas instancias
tenía raptos de generosidad con ciertos amiguetes que lo frecuentaban para
aprovecharse de su arte, conseguir una minucia gratis de él era relativamente
fácil, y los giles que salieron con sus pinturas apenas falleció las pusieron
en venta, son gente despreciable que tienen cerradas las puertas de la
percepción, penetrar en el otro lado les está negado. En todo caso, merced a
los dioses anarquistas de la creación -palabras suyas-, la gran obra de
Niaupari está en manos de la secta de los contempladores. Tuve la fortuna de
que el maestro conectó con mi sueño de montar Café Vía Tarot, le participé de
mi intención de crear un lugar para activar los ojos atléticos de la poesía de
Hölderlin y fascinó con la idea… —Decía Xavier con cierta nostalgia que cedió a
la risa, no había espacio para la tristeza frente al cuadro de Los danzantes, de
Pedro Niaupari, que fue develado sin aspavientos, pero sí con la alegría que trajo
inesperado giro meteorológico, creando un ambiente despejado y calentito. Se
agradece providencial primavera vespertina después de una mañana cerrada,
otoñal.
“¡Ya es hora…
ya es hora, zoquete!”, chilló potente y nítido la lorita pirata del patio de los
naranjos en flor, parecía que de alguna manera las dos personas ahí reunidas
aguardaban esa señal para arrancar la tarde con oficio. Xavier dio un bufido de
satisfacción y corrió al pequeño “bar del peluquero” hecho del cedro colorado
que refulgía alegre junto con las dos sillas de peluquería que le dan el
nombre. El perentorio aviso de Chachi disparó un resorte en su cuerpo. Al cabo
estuvo de nuevo en la mesa rustica de ciprés, ubicada en un claro de baldosas
color ladrillo en mitad del patio. Nuestro mostrador de observación era angosto
y con forma de medialuna. Se acomodó relajado en el extremo opuesto al mío
dejando amplio espacio para la botella de whisky y las rebanadas de pan de
orégano y patacones para picar.
—Usted conoce a Chachi, si no le pongo su música nórdica no parará de joder
con el “¡ya es hora… ya es hora, zoquete!”. Además combina muy bien con lo que
estamos por deglutir, ¿qué me dice? ¿Se acuerda con la sinfonía que iniciamos
la degustación última de un Niaupari?
—Me tocó la deconstrucción de Chamánico y empezamos con la quinta sinfonía
de Beethoven. Uno condiciona a los animales domésticos y después ellos nos
condicionan a nosotros, no son pendejos. Sería genial que Chachi aprenda a
repetir “ya viene el turco, ya viene el turco…”, sacado del final de la
película de largo aliento Satantango, el rodaje señero de Béla Tarr, si no la
ha visionado aún le recomiendo que lo haga por salud, así vamos a tener el
pretexto para explayarnos con los detalles del “baile” de Satantango, apenas
con esa escena le vendrán horas de vuelos filosóficos —Repliqué llenando los
vasos de whisky. Brindamos por el sol vespertino que alejó la amenaza de
lluvia torrencial y sumó gracia impensada al descubrimiento de Los danzantes.
Brindamos dos veces por Pedro Niaupari. Brindamos por el refinado oído de la
Chachi, que se recogió a disfrutar de su propia iluminación con la música del
sol de medianoche del conjunto vikingo, Wardruna.
—Salud. Sea, voy a ver cómo me va con Satantango, que me suena mucho sin a
priori tener ni idea de qué es ni de lo que hará en mi mar adentro. Lo que sí
sé es que frente a nosotros está el “baile” del maestro Niaupari, aunque usted no
lo crea lo he tenido años a la sombra a este cuadro, podría decir que lo
reconozco de pies a cabeza porque casi todos los días lo pillaba en las
abotagadas paredes del piso hogareño, llenitas de pendejadas, como buenas
receptoras de la carente estética pequeñoburgués, tal cual usted lo ha dicho no
es que la gente tenga mal gusto sino que no tiene gusto porque ha refundido la
imaginación en una mazmorra oscura, y su gusto se ha atrofiado por falta de
uso. Las paredes repletas de cosas sin alma, permanecen desangeladas así
cuelgue en el medio una pintura bucólica de Monet o El jardín de las delicias,
de El Bosco. Digamos que no conozco bien a Los danzantes, sino de una
forma somera, diría que superficial porque allá arriba nunca surgió
el tiempo para contemplar como aquí sí lo hago igual que usted, por primera
vez. Una cosa es ver de pasada una obra de arte y otra cosa es sentarse a
desmembrar su contenido. Créame, la puse de cara a la pared en el rincón de la
chimenea, y me invité a mí mismo a la inauguración número indefinido de Café
Vía Tarot, que vino a ser el pretexto para la develación de Los danzantes. ¿Por
qué será que en mi domicilio -hogar, dulce hogar del séptimo piso de La
Floresta- da lo mismo colgar un gran sombrero de vaqueros que una obra pictórica
de fuste?…
—Horror
vacui…
—Allá arriba todo se transforma en adorno vulgar con tal de huir
del horror vacui, y cuando le mostraba a algún zoquete, Los danzantes,
quizás el más depurado trabajo del finadito maestro, -esperando en vano un par
de ladridos de admiración ¡guau, guau!-, éste solo paraba mientes en la obra si
iba acompañada del precio arbitrario que yo le ponía. “Por lo bajo vale ciento
cincuenta mil y pico de dólares, no lo digo yo, lo dicen maestros de la talla
de un Linares”, decía con solemne seriedad, sobrio como la lápida del mausoleo
de Iván el Terrible, en tanto que el visitante abría las fauces con estupor y
emitía respetuoso y gutural ¡guauuu! No ha faltado el amigo que me aconseja
vender el cuadro que antes de saber el precio no tenía en sus ojos más valor
que una artesanía indígena para turistas; con esa platita yo me compraría un
todoterreno que mantenga a raya a los choferes estresados, o me iría a viajar
por Europa… ¡Cuánta candidez de mis consejeros! Cómo si yo necesitara un auto
todoterreno para venir al Café Vía Tarot. Como si no supiese lo que es Europa,
fui emigrante y hay que estar de emigrante si se quiere discriminar de por vida
las dos caras de Europa. Usted sabe que sin pasta se sufre la pobreza más o
menos igual en las históricamente famosas ciudades de la Europa culta y rica,
casi no se entera del mentado estado de bienestar. No hay que ser pensador
profundo para darse cuenta que con dinero en el bolsillo uno se adaptaría a
cualquier gueto, podría hacer una existencia linda hasta en Haití, nomás habite
una mansión de Pétionville. El emigrante pata al suelo sufre la cara sucia de
Roma, París o Londres; la carita limpia es para los académicos y burócratas en
comisión de servicios, para la gente de negocios o los turistas de medio pelo
para arriba. Sin embargo, la cara sucia de Roma, fue aleccionadora, es la que
me dijo en tu país estabas en lo tuyo, incluso si te fuera bien trepando a lo
bestia humana en el viejo continente convéncete que jamás vas a montarte el
Café Vía Tarot de tu ambición existencial. Desde que lo traje acá al cuadro
apenas han pasado once días, se ha embarnecido tapado en el caballete de la
chimenea de Café Vía Tarot; allá arriba se enmohece, este rato tengo la
sensación de que Los danzantes, por fin están danzando. Lo invito a entrar en
el baile.
Esta era la exposición que había estado aguardando en el subconsciente
desde que el pintor cubano Yoan Linares me dijo que Xavier tenía una joya
escondida en su piso del edificio La Floresta. Me había olvidado de la
existencia de esa pintura, mejor dicho no tenía noción de su esencialidad, no
hallé una imagen que en algo me familiarice con Los danzantes, ni buscando en
el ciberespacio. De hecho no pesan los cuadros de los mercachifles o mendigos
que han colgado en el ciberespacio fotos horripilantes de la obra de Niaupari,
con el fin de vender lo que consiguieron de su taller. Esos lienzos de Niaupari
que son rematados en el mercado de pulgas virtual carecen de alma porque las
personas que los ofertan son desalmados, y a la postre vienen a ser inocuos,
ahí no se paladea las formas ni los colores animados, se asemejan a postales
insípidas, lavadas, cual lejana referencia del arte mayor del que soy
afortunado por observar en su integridad. Las palabras de un especialista y
artista, las alabanzas que de Los danzantes había proferido Yoan, no
fueron suficientes como para hacerme una figura mínima de la pintura en el
caletre. Recuerdo que amable meiga celta, oriunda de la Costa de la Muerte, me
contó con largueza la película La Naranja Mecánica (1971) y, cuando la visioné
en la pantalla grande, supe que su relato fue más que estupendo, tenía condumio
propio sin dañar la sorpresa del visionado, al contrario, añadió valioso
contenido al largometraje de Kubrick y, por añadidura, a la novela homónima
precursora de Burgess. Digo esto porque hay películas fuera de lote que son
imposibles de contar improvisando, no imagino a alguien luciéndose en el relato
de las 30 tomas y casi libre de diálogos de El caballo de Turín (2011), la obra
con la que se despidió del cine Béla Tarr, de un minimalismo monocromático y
austeridad extrema; partiendo de la anécdota del colapso de Nietzsche, en
Turín, se dirige a la creación de la nada en oposición al génesis.
Las pinturas tipo Los danzantes, son inexplicables. El discurso técnico y
laudatorio acerca de Los danzantes, de Yoan, solo me aseguraba que era algo
digno de contemplar por venir la opinión de un pintor que aprecio su trabajo,
pues, tengo una ventana a su imaginación con el cuadro Aya-uma que llena el
espacio de un muro predilecto en mi residencia de Villa Juárez. La imagen del
Aya-uma de Linares, ante tanta insistencia del escritor de la novela inédita de
ciencia ficción filosófica Homo aerius, fue donada para la cubierta del libro que
orbita en el ciberespacio. De repente recibí la invitación a pasar toda una
tarde de jueves -a partir de la una- inaugurando el Café Vía Tarot, que es en
sí prendarse de un cuadro que aguardaba su descubrimiento en el caballete de
exposición. La ocasión anterior me di un atracón de magia taurina
contemplando Chamánico, un toro tan soberbio en su sanguinolenta estampa
batalladora como de ojos melancólicos y ebrios al instante de enfrentar el fin
en la suerte del estoque. (No he sido aficionado a la tauromaquia pero me
es incomprensible que mucha de la gente que abomina el maltrato animal -en
general- no siente pizca de remordimiento por ser encubridora y cómplice del
sacrificio de trillones de reses, de cerdos, y demás especies planetarias que
se engordan para el banquete posmoderno del Homo sapiens que asume es más
progresista que nunca. “¿Significa progreso que el antropófago coma con
cuchillo y tenedor?”, decía S. Lem. La fauna que hace la fiesta de las papilas
gustativas del supremo devorador terrenal, sufre a tope su destino de presa en
el trayecto al matadero, presienten instintivamente lo que les va a ocurrir, y
no es que la salida dulce que recibirán -si es el caso- sea un consuelo para
los condenados). Lo paradojal es que acabé sintiendo -y lo hago a la fecha- que
los ojos, de Chamánico, no son los del toro bravo sacrificado en la
plaza sino los ojos melancólicos y ebrios de vida-muerte, de Niaupari, con tres
cuartos de espada adentro.
Apenas llegando a Café Vía Tarot, con mi anfitrión dimos la vuelta de rigor
por los rincones que tienen nombres como Nostalgia taurina, Instrumentos de
viento, Buque fantasma, etcétera, y de sopetón me topé con el escenario de la
develación de Los danzantes. Sabía que iba a darse la exposición de un cuadro
al aire libre si el instante meteorológico lo permitía; la sorpresa radica de
que uno no es advertido de cuál pintura estará en el caballete. Con Chamánico,
pensé que ya habíamos dado la vuelta a la obra de Niaupari y que esta tarde
íbamos a comenzar con la obra de Yoan. Siglos que no voy a una galería de arte
o a un museo para ver tantas pinturas como sea posible en una sola visita
porque es quedarse a las mismas, es similar a ver las montañas rodando sobre un
coche a cien kilómetros por hora de un punto a otro de una autopista, es no
quedarse con lo inmediato sino pasar revista de lo que se desecha, tal cual lo
hace el curioso dando la vuelta a un centro comercial de moda, apenas tiene a
la vista la vitrina siguiente se olvida de la anterior. La curiosidad desatenta
no reflexiona en el instante, se salta lo inmediato para que la vida original
no surja en la superficie fantástica del consumismo. Ya no tiene gracia -peor
aún significado- la cantidad de cuadros que se puede ver durante una jornada
porque eso dejó de ser lo mío hace mucho; aprendí del doctor Sabato que fue al
Museo del Prado para quedarse con un cuadro por día, supongamos que su estancia
en Madrid para cumplir con ese cometido fue de diecinueve días, entonces hay
que deducir que entró en diecinueve pinturas.
Lo bueno de los vasos de a trago es que te tomas el escocés seco y
volteado, no hay lugar a las mezclas ni al desperdicio del elixir de los
celtas, y cunde, sí que te da un empujón para girar en la órbita de Los
danzantes. El paseo por las esquinas de Café Vía Tarot, sirvió de calentamiento
a los músculos de los ojos del alma, por si llegaba el sol primaveral que
encienda el patio de los naranjos no quería que me agarre impávido. La luz
otoñal del mediodía mostraba cuadros hieráticos en su conjunto, no tenían señas
de que pudiese haber puertas laterales para ingresar en ellos; aún así me
detuve unos segundos en Lunático, un toro enamorado de las estrellas, de
hermosos y profundos ojos inquisidores, con pinceladas estivales argentas y
brochazos pardos azules que son lo opuesto a los rojos agónicos de Chamánico,
por un momento deseé que fuese el escogido y aullé con intencionalidad “ganas
no me faltan de llevarlo al patio de los naranjos a Lunático ”. Xavier se
limitó a replicar “no es la tarde de luces de Lunático”.
Este día jueves trabajó para el asombro desde que amaneció. Vino
cogitabundo, nebuloso, con sombría proyección para la tarde; a las doce horas
hubo visos de tormenta eléctrica en las cercanías, parecía que se iba a armar
la grande desde las montañas surorientales. Ya rodando hacía acá, tuve amago de
aguacero que no llegó sino a fugaz garua; la capa de polvo protectora de las
latas de Rocinante se mantuvo incólume, la hojarasca de los canales de
evacuación de aguas y la telaraña del guardachoque posterior no se despeinaron.
Me equivoqué situando ventarrones y chubascos fuertes a partir de las tres de
la tarde, antes de las dos esa visión invernal se fue a pique, complementando
la gentil mañana plomiza con una tarde primaveral que anuncia colofón de campanillas:
sol de los venados. Este cambio de tercio meteorológico en un día que amanece
propenso a la humedad otoñal y termina entregándose a la tibieza primaveral, me
agrada tanto como el día que nace radiante y concluye calado. Las mañanas
plomizas son acuarelas cálidas desde mis ventanas de Villa Juárez, solo pensar
en la gelidez del superpáramo que rodea a los altos volcanes y me congratulo
por gozar del clima benéfico, de valle interandino ecuatorial, al pie del cerro
Ilaló.
—Si el viento
y las aguas no hubiesen consentido que la exposición se haga al aire libre, nos
hubiésemos mudado al rincón de la chimenea del solitario George y, con el
refuerzo de un reflector, se habría transformado en refugio invernal, claro
está, iluminado por Los danzantes.
—Naturalmente no es lo mismo deconstruir una pintura en interiores que
hacerlo afuera, se lo digo yo que lo he tenido a la sombra años. Los danzantes,
se transportaron -y nos transportan- a otra dimensión en este patio de naranjos
floridos. Las puertas de la percepción se abrieron para colarnos por las
carreteras de verano del maestro. No soy un crítico de arte, no hablo la
espantosa jerga racionalista que hace las delicias de las momias que medran en
los círculos culturales, no es mi afán reducir una obra pictórica compleja a
las quinientas insulsas palabras que me podría conceder un medio de
comunicación cualquiera a cambio de un puñado de dólares y la yapa, o sea, que
mi nombre se pudra entre los despojos de la opinión pública.
—Me uno a su aversión por las ponzoñas con diploma. Como diría el vate de
los faiques, poniendo higiénica distancia con la vanidad que cunde entre los
doctos de los Centros de Alienación Superior: ¡oh, patriotas graduados de
parásitos!
—Los
danzantes, no son reducibles a una sola imagen. Yo entré por el cinco
cabalístico… ¿y usted por dónde ingresó?
—Más bien tendría que decir que me hundí en la corriente de brochazos
esquizofrénicos que me arrastró a la zona inferior derecha. Me colé por la
bufanda tricolor del dorso del danzante principal. Se me ocurre que he dejado
pendiente ingresar por el portal de la viuda o bruja… ¿la ubica?
—Sin ser aprendices de pintores como el joven del cortometraje Cuervos, que
es parte de la película Sueños de Akira Kurosawa, nos
adentramos en el mundo de Pedro Niaupari. Somos privilegiados porque tenemos el
sueño pintado del maestro como si recién lo hubiese terminado en el caballete
para que nos perdamos en él mientras suena la sinfonía pagano-celestial de Wardruna
(gentileza de Chachi). Akira, en su sueño, tenía un ambiente animado y dinámico
-parecido a este que tenemos aquí- para meterse con los aperos de pintar
incluidos en el firmamento de Vincent van Gogh.
—Se nos viene, por añadidura, el sol de los venados. A esta primavera
otoñal han plegado los dioses anarquistas de la creación, nos son propicios
para la conexión con el baile de Los danzantes.
—Todavía no me atrevo a decir que soy anarquista no obstante, conforme se
suceden las sesiones terapéuticas en Café Vía Tarot, me acerco más a su
esencia. Cómo enterarse que he llegado a ser Anarquista, con mayúsculas, en
tanto que no es una teoría abstracta, no es una conversación fallida en las
redes sociales, no es el orbitar la Tierra dentro del satélite llamado
“Anarquista”, sino una práctica cotidiana e innata con los pies en suelo
vegetal. Así, para zambullirse en esta obra de arte, no se requiere manejar
cual zombi la jerga de los doctos; es imprescindible el ambiente propio que
dispare la imaginación. Lo cierto es que si no rapto el cuadro del nicho
desangelado de La Floresta, no estaría como el aprendiz de pintor que inició la
persecución de Vincent en el Puente de Langlois con lavanderas. Allá, a las
mujeres que están laborando en primer plano del lecho fluvial, hay preguntarles
si pasó por ahí el maestro con sus herramientas de pintar trigales y cuervos.
Y, ellas, en medio de la cháchara que suscita la mención del pintor,
contestarán que me ande con cuidado porque voy tras un loco. Un loco divino,
para mí. Es jocoso verlo a Martin Scorsese haciendo el papel de Vincent van
Gogh, quien nos da la clave de su genio: “sueño mis pinturas y luego pinto un
sueño”.