Todo es alquilado en esta vida. Me pagaban lo justo
por ocupar casillero burocrático de almacén iluminado, aireado, enorme
cual hangar pero ratonil, correspondiendo a lo oficinesco así venga con
decoración psicodélica. Sin embargo, era mi dulce agujero de papeles,
borradores, esferográficos, minas y múltiples derivados de petróleo porque me
sobraba tiempo para contemplar, leer y escribir, alucinaba con ser escritor al
margen de los círculos literarios. Sí, alguien que de entrada camine por el
otro lado de los hombres de letras dependientes de las migajas que reciben de
las ponzoñas culturales, o la plaga de gestores de cultura pública y privada.
Soñaba con ser animal solitario de feria internacional de libros, francotirador
irreverente, autor utopista anarquista. Quería disparar ficciones filosóficas
al rostro del paseante curioso que se vaya apareciendo por la tienda errante
del creador-editor.
Frisando la treintena era el funcionario de medio pelo que se negó a participar
de las bonificaciones extras por el porcentaje normal que se descuenta a los
proveedores para costear los gastos de movilización de los jefecitos
arribistas. Los jefecitos muertos de hambre negociaban las adquisiciones que
entraban a la Bodeguita del Medio, como la llamaban -muy graciosos, estos
menudos parásitos hechos a imagen de los grandes parásitos que los mueven a
parasitar- en alusión subliminal de que gracias a su existencia se redondeaban
el sueldo para comprar más y mejor en los templos del consumismo. Qué asquerosa
era la mueca que me hacían, cómo se llevaban las manitas a la boca para indicar
-¡los pobrecillos!- que pasaban necesidades, y que con el sueldo de miseria
apenas les daba para la menestra con limón. Daban asco y usted telepáticamente
transmite esa aversión a los raterillos de saco y corbata, producen náusea así
tenga para ellos la dentadura hierática de Diógenes por delante. No obstante, a
los que pasamos por filósofos nos perdonan la impavidez, nos tienen por
marmotas incurables, no servimos para hacer plata ni así nos soben con los
billetes que sirven para montar un hogar cuatro estrellas en el Jardín de las
Delicias, estatus medio alto incluido. Y ellos no insistieron después del único
intento para que me haga a sus negocios -negocitos, les llaman
frotándose las manos-, al cabo no lo hacían por el afán de compartir sus
ganancias sino por la urgencia de hacerme cómplice y encubridor. No me
importunaron más, fue como hacer tácito pacto de tranquilidad para este
servidor mientras guarde el debido silencio. Los jefecitos, con el verbo de los
nacidos para durar en el limbo tecnocrático, me ganaron con este mensaje
conciliador: “Sepa, joven, que confiamos en usted porque entiende que hay que
dejarles algo a los hijos. Hágase cuenta que va a estar en paz y muy a gusto en
su trinchera del saber, leyendo y escribiendo lo que le plazca, tiempo y paz
para hacerlo no le faltará. Eso sí cualquier momento requerirá de nuestros
buenos oficios… ya lo verá, ya lo verá”.
Nadie se ceba con lo ajeno con un notario al lado,
casi no hay huella de las comisiones que generan los proveedores de la
gigantesca maquinaria de bienes y servicios que conforma el estado, lo que
queda en firme son especulaciones. Mi instintiva defensa ante los emisarios del
“lleve” era mantenerme mentalmente distante y con la expresión en la cara de
aquí soy ave de paso, allá ustedes con sus negocitos. Se portaron
decentes tras el único llamado que me hicieron para arranchar de la Bodeguita
del Medio, y en mi presencia hacían gala de ser partidarios de luchar a muerte
contra la corrupción de los peces gordos, voceaban “¡hay que fusilaros a los
políticos, banqueros, agentes bursátiles, etcétera, por ser los amos de la
cleptocracia!”. Otro cantar hubiese sido si proponían atraco de alcurnia, donde
se es ladrón de frente, auténtico, y propinando el sólo golpe necesario para
pasar a retiro. Sería maravilloso desvalijar a un banco grande, de esos que son
perennes saqueadores de los fondos públicos a costa de la esclavitud de las
masas, o alivianar las reservas de oro de la nación antes que las donen a los
ultra-acaudalados del orbe. Ahí sí para apostar fuerte a vida y muerte. De esto
hay historias verídicas con final que encanta a los propios banqueros y guardianes
del tesoro nacional, como el largometraje del cineasta checo Milenko, que es
clásico ecuménico: Yo no nací para trabajar.
La prieta manceba apareció cual suspiro celestial ante
mi burocrática existencia, fue el hallazgo del tesoro que nunca lo iba a obtener
fungiendo de ladrón de alcurnia, apenas soñaba con serlo en mitad de una
montaña de subproductos de hidrocarburo. No importa que ella me echó después de
haber finiquitado nuestro contrato de unión civil basado en la confianza
mutua. “Mi amorcito, mi amorcito, arrejuntémonos, seré su servidor penitente,
trabajaré como bestia humana para darle una vida digna”, le propuse cantarino
tras recibir caricias púdicas, con aires de clandestinidad, rendido sin
atenuantes a sus desniveles de Afrodita. Y ella replicando luego de largos días
de tenerme en ascuas por mi atrevimiento: “Sí, sí, sí…, pero para no ser bruta
dejemos aclarando lo mío, porque ya adivino que usted es díscolo, no me
convenzo de que sea patológicamente tímido, así lo pregone a los cuatro vientos.
Presiento coquetea que da un contento ni bien me doy la vuelta, y no me vendrá
con eso de la risa nerviosa porque es artista en lo de enseñar la potente
dentadura de caimán que el Señor le proveyó para cautivar a las mujeres
gatoserpentosas. A mí usted no me engaña y cualquier rato me he de enterar que
ha estado toqueteándose con la señorita T, así que hágame el favor de firmar
este documento en el que yo conste como dueña de nuestro humilde hogar, nuestro
abrevadero de amor, hasta que usted eche al fuego nuestra unión con la traición
que vendrá, vendrá, ya lo va a constatar usted mismo”.
Parece que la Mágica nació para leerme el futuro, y lo
hizo con gracia tropical, su deseo de despojarme fue mandato, haciendo picos
irresistibles que anticipaban ardientes escaramuzas y la batalla de seis meses
en todos los frentes del contrato matrimonial que levantamos de mutuo acuerdo.
Lo que no se puede ver con un enlace así es tiernas escenas de familia,
propiedad y tradición en el horizonte lejano, demasiado lejano para alguien que
no es fósil de metrópoli. Por amor a la trigueña plena de virtudes erógenas,
cargada de fortaleza psíquica, y con don innato para la gastronomía regional,
firmé lo que debía firmar a efecto de ganar lo que gané y perder lo que inevitablemente
perdí.
Fue honesta dentro del singular matrimonio que
consumamos, supo cantar claro desde el principio, era mujer de ovarios bien
puestos, dueña de su palabra. “Vea, caballerito, me ha seducido, he inaugurado
con usted la sabiduría amatoria que se remonta al caos primordial de lo
femenino. Mientras estemos juntos seré Afrodita celeste en borrador nunca
corregido ni aumentado, su geisha ecuatorial. Está en mi naturaleza
proporcionarle placer medido para que no reviente, y olvido también para que pueda
beber de mis dones cual si fuese la única vez, ¡jamás nos repetiremos! Hasta
aquí el goce que yo le proporcionaré, dependerá de usted el lapso de tiempo que
dure nuestra burbuja de amor, está advertido que bastará un desliz suyo que
incluya conocimiento carnal con la señorita T, o cualesquier sucedáneo de ella,
y se acabará de raíz nuestro juramento de esposados sustentado en la fidelidad.
Así soy yo, todo o nada. Usted halló la joya en el cofre de las maravillas
únicas que le tocó en suerte abrirlo, lo hizo entre infinidad de cajas vulgares
que ofrecen reluciente baratija. Si no cree en mí váyase porque no me obnubila;
pero si entra en mis intimidades hágalo para embarnecerse conmigo. Está usted
comunicado, soy mujer de una sola advertencia, nuestra unión es libre pero con
compromiso”.
¿Acaso una cualquiera habla así, acaso la posgraduada
en humanidades modernas piensa y actúa a imagen de esta criatura olímpica? Cómo
yo iba a negarme a estampar mi firma en los papeles que formuló la Mágica, era
darse toda ella por un acto de confianza, era quedarme sin nada si por cobarde
perdía la oportunidad de amar poseído. De entrada cedí lo que tenía que ceder,
más allá de que me escucho meloso: “Mi amorcito, mi amorcito, confiar en usted
es sagrado, usted es lo máximo femenino, no aspiro a más, y no la traicionaré
así la señorita T se postre a mis pies. Suscribo este documento porque nuestra
unión será inmarcesible […]”.
Conste que lo pronostiqué, por obra de súbita
separación, tuve mi romance inmarcesible con el reflejo de la belleza tropical
y magmática de las Islas Encantadas. Insisto, fueron seis meses de derrames de
energía psíquica, de felicidad lenta que alquilé en la cama, y en el vestíbulo,
y en el comedor, y en la cocina, y en la sala, y en la cochera del palacio
donde reiné hasta que cometí el dislate que obligó a la Mágica a hacer efectiva
la hipoteca. A la verdad cobró minucias por haber sido amante abnegada, mujer
de talento, sensible, angelical en los quehaceres domésticos. No me fatigo al
recalcarlo. Me hacía devorar ricura tras ricura, y qué nombres divertidos y
largos les colgaba a sus creaciones de mesa, como Encocado del pez
espada que por relancina hallé en el mercado, platillos que no se daban en
mi cocina más espartana por falta de imaginación que por no contar con los
reales para comprar ingredientes del buen yantar. Con ella aprendí recetas
sencillas, saludables y apenas onerosas, que han conformado el menú austero del
hoy creador-editor de valle subtropical andino. Me embriagué sin quedarme ciego
con aguardientes ponzoñosos, tomando del vino ambarino que reviste de dulzura a
Las Furias apaciguando a sus demonios antropófagos, y que no castiga con
jaquecas atroces el día después. El poeta que compuso Oda a un vino de
naranja, sabe de lo que trato. Hablo del vino de las dríades de la laguna
del Junco. ¿Qué más puede usted pedirle a mi ninfa galapagueña? Valiosa
muchacha, inteligente, intuitiva, graduada en la ciencia infusa de vivir, supo
hacer valer los dones que le prestó la naturaleza tórrida y volcánica de las
islas Galápagos. Me convenía creer y ahora sé por experiencia que yo también
salí victorioso con el abandono de mi amor. Uno no se arrepiente de haber sido
sultán en la ínsula del placer que perdura por ser incorruptible.
El importe del hogar de condominio pequeño burgués se
lo llevó doña precavida, vendió bien nuestra cuna de amor y se marchó con rumbo
cierto a gozar de la sombra de mangos resistentes al clima tropical seco, a
tomar posesión de su heredad en la zona agrícola de las tierras altas de isla
Isabela. No sé si algún día me llene de gracia y parta no a seguir los pasos de
la Mágica sino a entrar de lleno en el espíritu de las islas Galápagos, lo que
tuve fue pizca de sus efluvios a través de los aromas de mujer magmática. Este
sufridor se quedó con el privilegio de haber sido usado por una mujer que jamás
volverá a alquilar así de esa manera, pues no se puede ser otra vez tan dichoso
con la ninfa que nos pondrá de patitas en la calle, listos para darle espacio y
tiempo al animal de feria de libros. Digamos que acerté como los benditos, fue
una sacudida y limpia por fuera y por dentro, fui expurgado a fondo. Estaba muy
valido de los azahares que tengo por dentadura, la sonrisa cínica en ristre, y
el añadido de mi pinta de andarín renacentista, que me han dado apariencia de
seductor. Pero uno es lo que es, soy patológicamente tímido con las damas, les
sonrío por inercia platónica y no por dármela de lo que no somos de cuna. No
fungo de Tenorio quien, ante la amenaza de ser condenado al fuego eterno por
consumar efímeras seducciones, replicaba a cuenta de su eterna juventud, “¡qué
largo me lo fías!”. Esa frase de combate de Don Juan retumba poderosa, pero
haciendo balance el pobre fue más víctima que victimario, se jugaba el pellejo
por féminas que ardían en deseos de ser engañadas, y la única dama que no
permitió ser burlada lo condujo a cenar con el convidado de piedra,
que le sirvió en bandeja sabandijas y la muerte temprana que al fin anhelaba
para jamás dejar de ser Don Juan.
Ni así fuese un potentado podría adquirir a otra
Mágica, manantial de sensualidad de seis meses que han resultado inmedibles en
la dimensión que se dieron. A ella no se la compra con monedas, es valor que no
tiene precio, es el valor que invertí para tomarla y perderla sin
amortiguadores. Porque quise caí con la señorita T, que había jurado no hacerle
caso si se presentaba la ocasión de entretenerme con sus volátiles caricias. Y
juro que al cuerpo de la señorita T lo recorrí con el prurito de la curiosidad,
sólo para comprobar que la niña de mis ojos, de mi corazón y mis manos no era
ella. La mujer que hizo de nuestra intimidad templo de Ceres felina, la que
ralentizaba el placer en mi cabeza, preparó el menú gastronómico del adiós que
rociamos con vino ambarino festejando juntos el primer y último cumpleaños de
ella. Aun en la cena de despedida hubo comprensión cuántica entre nosotros. “No
me tendrá rencor porque le caería la maldición de los taimados. Exprima el
fruto de lo que le vendrá, usted halló lo que está por hacer. Si alguna vez me
busca me encontrará con otro nombre y apellido, una renovada mujer le extenderá
sus manos amigas. Para entonces usted será el escritor con obras publicadas, ya
habrá sido el animal de ferias de libros con el regalo de despedida que
le doy: la mini-imprenta que lo hará un francotirador”.
No me refugié en la autocompasión ni recurrí a
deprimentes libracos de autoayuda, estaba más saludable que nunca con la regia
carambola de adioses que propició la Mágica. Fue despertar y despegar el animal
de feria de libros con su novela iniciática: Asmodeo en brisa con sus
novias FB. La única manera de hacer lo que quería sin mayores obstáculos
era pasando por trastornado; a cuenta del abandono de la Mágica pude deshacerme
del lastre que arrastraba penitente, siendo que no había resquicio para el
consejo del moderado oficinista. El arrebatado puede pescar bien entre los
juiciosos burócratas. Coincidió que al día siguiente que se deshizo nuestro
juramento de amor, sobrevino la misteriosa, cargada de secretismo, compra de renuncias
a elegidos servidores públicos a cuenta del alivianamiento del aparato estatal.
Sentí como si la coyuntura hubiese sido creada para capear mis circunstancias.
¡Oh divina confluencia de adioses! Sin atisbos de
resaca, todavía saboreaba el vino ambarino y los perfumes generosos que
derrochó la Mágica en nuestra última cena de enamorados y, apenas acomodándome
en la Bodeguita del Medio, sobrevino el desenlace vigorizante de mi
tiempo-espacio de burócrata. Mis masas de células se pusieron a trabajar para
acceder al portal de la renuncia voluntaria. Me llené de energía cinética con
la máxima de la dríade de la laguna del Junco, que hice mía: “haz lo tuyo
regresando a ver atrás cuando te venga en gana, pero sabiendo que nunca te
repetirás”. Esta vez, la presencia de los jefecitos enemigos a muerte de la
corrupción, vino con el aura de la redención, fue verlos y saber que portaban
magnífico mensaje. La Mágica además de propinarme una buena patada escaleras
arriba, me había traspasado pizca de su poder de atracción. Los jefecitos, en
tono alegre y con aparente avidez juvenil, como soñando que ellos eran los que
esperaban con ansias que les llegue la oportunidad de escapar del circo estatal
para ser domadores de fieras humanas en el libre mercado de los terroristas
financieros. Esta charla se ha convertido en memorable por su trascendencia,
fue sustanciosa y por añadidura agradable. Ellos llegaron a mí cual compañeros
de banca, tiza y pizarrón, de la secundaria de la edad de la mala-educación con
embudo; me embriagaron con el verbo renunciar, lo conjugaban sin arriesgar nada
en el firmamento del convocado a renunciar, dejando claro que harían tal o cual
cosa con el dinero de la liquidación si tuvieran veinte años menos, “¡como
usted!”. De ahí fue un pestañeo ponerse a mis órdenes “en caso quiera retirarse
al campo a tener su jauría de pastores alemanes, su jardín de aloe-feroz, su
bosque de cherecos, su huerta orgánica de coles, rábanos y zanahorias”.