Sobrevino el instante irrechazable de salir por la
puerta grande del monstruo petrificante y ponzoñoso de la burocracia y,
paradójicamente, con el auspicio de mis jefecitos depredadores. Por algún
motivo que da lo mismo saber o no cuál es, me tendieron el trampolín no para
tirarme de cabeza al vacío sino para impulsarme a lo desconocido repleto de
aventuras. El mensaje de los jefecitos detonó fuerte dentro de mí, “ya pues,
déjese de poses revolucionarias, no nos convence con su discurso anarquista-utopista
si este minuto no es capaz de resolver su futuro lejos del amparo de nuestro
limbo… ya pues, cometa la locura de sufrir la incertidumbre por nosotros los
desahuciados para cualquier otro negocito que no sea ordeñar a
la Bodeguita del Medio”. En todo caso vinieron con el atuendo de profetas
cuando más los necesitaba, cumpliéndose lo que me dijeron cuando hicimos el
trueque de paz de ellos para mí y silencio de mí para ellos, “ya verá que
cualquier rato de estos le hacemos un gran servicio”. Llegaron ajenos a la
novedad de que había sido despedido gloriosamente (jamás me oiré decir lo
contrario) del edén de Afrodita, yo estaba con mi velero sin amarras flotando
en la bahía de la fortuna, presto a que el viento de pasado mañana de empiezo a
mi odisea librera. Fui corriendo a que me despachen con la liquidación
que se me antojó jugosa tratándose de una renuncia voluntaria.
Ágil es el futuro cuando coadyuvan los disparadores
del cambio de tercio. Doce años, desde que cumplí la mayoría de edad, que he pasado
en el almacén y sus avatares callados entre muros, que he comido de su
constante modernización al punto que con los avances de la informática se
convirtió en juego sencillo lo de administrar derivados de petróleo, hecho que
sumado a la patada escaleras arriba que me proporcionó la Mágica y al libre
albedrio para hacer mis cosas del alma que me otorgaron los jefecitos, facilitó
que cierre la novela que venía esbozando una década. Estaba seguro que mi
primer libro no me daría de comer a lo gamonal pero sería la coartada para ser
el loco divino que por fin salga a la luz impulsado por su energía oscura. Y
esto sucede cuando el autor puede vanagloriarse de la leyenda que cuelga en su
quiosco de feria internacional de libros: Escribo para vivir.
“¿Disculpe señor, usted realmente vive de esto? No se
ofenda, lo que pasa es que su libro no es nada barato, y no sé si vende lo
suficiente como para vivir de esto… ¿me explico?”. “Si aquí alguien ajeno a mis
letras mostrara una gran canasta de suculentos emparedados y otra conteniendo
mis libros, con el letrero de ambos productos a dólar por obra de absurda
liquidación de existencias, créame que la canasta de comida chatarra se
vaciaría rápido mientras el alimento del alma saldría en mínima proporción
frente a la urgencia disparada del transeúnte para halagar su tripa. Ahora, su
aporte adquiriendo sin regatear el libro Asmodeo…, no
alcanzaría para comer a lo cleptócrata pero sí me acaba de brindar más de una
cena decente. No exagero cuando digo que escribo para vivir. La ficción es la
otra cara de la realidad, no hay realismo mágico que supere a la fantástica y
cruda cotidianidad, esto último lo aseveró el mismísimo autor de la novela cimera de esta corriente literaria, El otoño del patriarca. El
artista captura del instante el material con el que fragua su obra, está
ejerciendo el oficio de la diferencia, y, cuando no se esfuerza para ir por el
filo del abismo sin caer en él, es que se incorporó al vividor. El día que
usted tiene gusto de decir de lo que va en este reino ecuatorial, se le abren
las puertas del interior y del exterior. Si una ponzoña graduada me pregunta
¿usted de qué va?, le contesto voy de escritor en libre ejercicio de su arte. Y
usted, economista, ¿de qué va?”.
Me organizaron sentida despedida los compañeros de la
Asociación de Servidores de los Almacenes del Estado, en cuya directiva fui
años suplente del vocal de Relaciones Públicas de turno. No sé porqué me
escogían en la lista ganadora para reemplazar al titular que jamás me dio
chance de hacerlo, no escuché de uno de ellos decir: “Oiga, no sea cruel,
acuda usted a tomarme la posta en la sesión de la junta directiva y de paso
gánese unos verdes para el mote con chicharrón”. Acepté ser sempiterno suplente
sin chistar, así no hería susceptibilidades, además que era nombramiento
inocuo, ni quitaba ni ponía nada a mi contemplación en la Bodeguita del Medio.
Será que me tomaban en cuenta por lo que me dijo la simpática señora de la
limpieza de los viernes, “es que usted tiene cara de filósofo en extinción...
Mejor ríase, y de paso está en los créditos de la revista gremial”.
Muy agradecido he quedado con los compañeros de la
asociación, fueron sensatos, obviaron discursos horripilantes y, sobre todo, no
me extendieron la placa de latón, me libraron de arrojar a la basura tal
espanto de recuerdo. No hay necesidad de una placa para que uno se acuerde
intempestivamente de los doce años de sabroso monólogo en la Bodeguita
del Medio. La emoción del adiós corrió a cargo de las lágrimas de la señorita
T, mientras bailábamos el afamado ballenato de principios de siglo, El
revolconche, cuyo estribillo medular me calzaba a medida, “...el jugador
necio pierde por capricho, tú lo quisiste, sufre el nuevo amanecer, no te
resignes, no te resignes…”. La señorita T lloró en mi hombro con la discreción
que es de apreciar, susurrando pidió disculpas por haberme seducido y de golpe
destruir el pacto de fidelidad con la Mágica. “Pobrecito, sé que te han dejado
en soletas y por eso te lanzas a la calle desesperado, a buscarte las
habichuelas en la leonera del quita y pon de los monopolios privados”, gimoteó
casi sonriendo para darme valor. Y yo consolándola con la verdad que a ella le
podría sonar a enajenación: “Por favor, no te culpes, sin proponértelo fuiste
parte del envión que necesitaba para afrontar los días fuera de la Bodeguita
del Medio”. “Qué loquito está mi amor de cuarto de hora, mi ilusión de almacén,
cuánto me encantaría que fueses mi pareja de largo aliento, te diera de comer y
beber de lo mejor, te cebaría como a ganso para foie gras, y te
devoraría cual loba hambrienta”, la señorita T halagaba mis oídos, ¿cómo no?
Especulando con la entonación que le dio a lo de “loba hambrienta”, no es
ficción sospechar que ella fue instrumento clave del cambio de tercio que
impulsó con energía oscura mi nave astral. ¿Por qué no, la señorita T,
conchabada con la Mágica? ¿Por qué la Mágica se enteró al segundo del acto
inocente de mi cuerpo débil? He ahí las jodidas cuestiones que se quedaron flotando
en la sala de baile donde retumbó El revolconche.
La nota cómica de la despedida fue el conato de
puñetes que hubo entre dos ilustres tecnócratas, luego de pasar por el gaznate
sendos tragos a mi salud acabaron discutiendo fuerte por la decisión irrevocable
del homenajeado. “¡Con que tenemos a futuro a flamante metafísico de
exposición! ¿Qué va a ser de nuestro escondido pensador en el abominable
mundillo de las letras ecuatorianas?”, aulló el ingeniero ergonómico, grado
cuatro, que no aprobaba mi decisión. Y el abogado de coactivas, grado cinco,
replicando: “No sea cavernario, señor ingeniero de perfiles ergonómicos cuatro
y medio, entienda que el hombre hará realidad por todos nosotros el sueño de
ser libres”. “El troglodita será usted, señor abogado de coactivas perdidas
cinco y tres cuartos…”.
Lavado de resentimientos, rodeado de la camaradería de
mis ex compañeros, di el paso fundamental hacia el surgimiento del
autor-editor. Me organicé estupendo después del ciclo rumiante del almacén. No
me atacó la angustia del desocupado queriendo ocuparse a fuerza de nervios. Es
curioso sentirse afortunado apenas por tener entre manos la suma de billetes
que nunca antes había imaginado poder acumular con un sólo movimiento de la
mano izquierda estampando firma ilegible. En todo caso mi rubrica asentaba lo
de fondo, que no volveré a pisar el hangar de mi inspiración. Caminé
horas por las calles de fuego, donde reina la tentación de los paraísos en
serie. Cada vitrina del consumismo muestra al Homo sapiens radiante,
automático, bello y casi inmortal, émulo del androide. Cuán perfecto es el
mundo Disney de los carteles, sublimando la angustia del viandante y el chofer,
transformándola en felicidad volandera si compra esto y lo otro. Allá está la
valla publicitaria exponiendo al Tarzán de jungla de ilusiones, luce
hipermoderno, es el deseo o envidia de los ojos que anhelan su estampa
apolínea; y no se queda atrás la Morticia gigante de labios lúbricos, esa boca
ardiente dándose a uno en medio de la calzada. Gracias a mi largo entrenamiento
psicobiológico para resistir y no someterme a los mensajes subliminales de
compra-compra para ser feliz hoy porque mañana te mueres, no entré con la
recompensa por la renuncia a perderla en el mundo Disney.
Andando entre muros rutilantes comprobé que tenía bien
templado el porvenir. Sabía que el miedo de comerse los ahorros mata cualquier
intento de emprender para vivir y se acaba siendo engranaje del yugo, acumula
un poquito más. Tuve la suerte de que meses antes de la llegada de la
Mágica y cuando la bendita compra de renuncias era una quimera, por mero
pasatiempo, seguí en la red el curso “haga diseño gráfico sin mosquearse” y,
como ejercicio final para obtener el diploma de “diseñador amateur”, presenté a
mi profesor virtual el arte completo de lo que entonces era un libro de
juguete. Ese adelanto subconsciente de la tarea que nos toca hacer pasado
mañana, después alentó al escritor novel a meterse en la corrección última de
los capítulos de Asmodeo en brisa con sus novias FB.
No quise valerme de intermediarios para el reto que
tenía que enfrentarlo al margen de ediciones decadentes. La mini-imprenta
portátil que la Mágica me regaló como premio consuelo por nuestra separación
resultó ser la herramienta imprescindible para la independencia del escritor de
FIL, me colocó de golpe en la época del creador-editor-impresor autosuficiente,
dentro de casa. Puse terreno de por medio con mi pasado, renací a
cientos de kilómetros de la metrópoli donde crecí abrumado por la consigna de ser
alguien en el escalafón de las termitas. Se presentó la oportunidad de alquilar
de por vida el hogar rústico de mis sueños, compré la casa de adobe que visioné
reconociéndola en el acto cuando visité la cañada subtropical de San
Epifanio del Monte. Adquirí la mañana perpetua que anhelaba con el solar
circundado de bosquecillo de especies arbóreas endémicas como el chereco y los
sauces llorones llegando a la ribera sinfónica del río Cabra, aún primordial.
No puedo vivir más cerca de la materia floreciente y tan lejos de la alienación
consumista. La plata que obtuve de la Bodeguita del Medio fue convertida en
suelo sagrado. ¿Cómo pedir más silencio fragante para montar la maquinaria que
echó a funcionar la tienda del animal de feria de libros? Mi formidable
mini-imprenta produjo doscientos libros por vez, hice once ediciones de lujo
de Asmodeo... Fueron copias de belleza incontrastable, una obra de
arte rotunda. Lo anuncié en las ciudades de la patria que visité con mi tienda
ambulante: “Ofrecemos arte indeleble por dentro y artesanía por fuera, hecho
para lectores y coleccionistas exigentes”.
Hice el trámite pertinente para inscribirme como
autor-editor en la honorable Cámara de Ediciones Independientes de América
Latina (CEIAL), institución cultural interamericana de corte autónomo y sin
fines de lucro. La CEIAL, no interpuso ninguna traba para salte al cuadrilátero
literario ecuatoriano bajo el sello editorial, Bípedo Contemplativo. Usted es
mejor recibido por la gente que no ha tenido idea de lo que hace, cuando
manifiesta sin ambages: esto es lo que tengo y esto es lo que ofrezco. Así
obtuve mi primer quiosco en una exposición cosmopolita, y puse a mover la cosa
desde las alturas, pues me estrené como amo del oficio de autor-editor en el
Palacio de Cristal de Itchimbía, llegué cual invasor huno, sin mostrar la menor
afición por las costumbres editoriales. Nada de cóctel de lanzamiento con
momias letradas introduciendo nuestra obra. No íbamos a hacer de Asmodeo
en brisa con sus novias FB comidilla de cualquier transeúnte con ganas
de bocadillos y sin el menor deseo de meterse en ficciones filosóficas que las
escribí para mí mismo y, por cinética contemplativa, para otro existe-vividor.
No hubo partes a los entes mediáticos que engordan al perioverborreismo de la
curiosidad volátil que pasa de exprimir el instante; no hubo venias a
escritores arruinados por la consagración en nuestro pedacito de Gaia. No doy
razón de los venerables plumíferos ecuatorianos y, por democrática
correspondencia, hasta la fecha ellos tampoco tienen noción de qué hago en el
coto de las letras nacionales. Mutuamente nos hemos librado de toparnos en los
paneles henchidos de aspiraciones mundanas. ¡Santa inercia librera, cada quien
con su sello editorial, cada quien en su cosmos!
Tuvo que ser la colina ancestral de Itchimbía la
anfitriona de la luz de los capítulos que elucubré en las horas rumiantes de la
Bodeguita del Medio, capítulos reunidos para Asmodeo en brisa con sus
novias FB. Las ferias internacionales de libros son vitrinas mundanas
deslumbrantes como la zona Disney, se consumen en un escenario ruidoso cual
mercado bursátil. Lo interesante e instructivo es que sumido en la estridencia
enceguecedora del “reventón de la cultura” -como rezaba una de las leyendas
oficiales de la FIL con la que nos estrenamos- se desataron las tendencias de
los tipos psicológicos humanos, y hallé que mis sensores estaban preparados
para discernir en la psiquis ajena merced a la constante inmersión en los
abismos propios. Desde el vamos y hasta la última función del quiosco mío, fue
revelador el contacto directo con la gente y sobre todo con nuestros exclusivos
lectores. No daba crédito a mi repentina sociabilidad después de años de
encierro voluntario, fueron once participaciones en sendas FIL, teniendo como
epilogo digno de ciencia ficción la aparición del Síndrome del Animal de Feria,
SAF (por sus siglas secretas entre nosotros los expositores), que suscitó la
heroica retirada de la tienda del Bípedo Contemplativo antes de contagiarse con
tan siniestro mal.
La primera salida a la arena FIL fue un curso
intensivo de modelación del vendedor, y de cómo perder dosificadamente la
vergüenza del escritor dentro del abigarrado comercio de las letras. Nos tocó
aplicar la técnica de ensayo y error y mostré disciplinada informalidad. Había
cumplido con los requisitos de participación y estuve absorto en medio del
concurso de eminencias locales. Los más llamativos eran los funcionarios del
estado señalados en el ámbito nacional como medios poetas, y medios narradores,
y medios perioverborreos, y camaleones completos por su versatilidad tecnócrata
y política. La duda de si llegaba el primer mandatario se mantuvo hasta el
final, disipándose cuando tomó la palabra cierto subsecretario y se lamentó de
que su jefe máximo se había mostrado contrariado por no poder asistir debido a
imponderables del majestuoso ejercicio de sus complejas funciones. “Ustedes
están al tanto... El Jefe de Estado también tiene un espacio para mostrar su
obra señera de ficción política De república pelucona a república
ardiente, aquí en Itchimbía, y le hubiese encantado celebrar con nosotros
esta jornada del conocimiento abstracto, ustedes me entienden [...]”. El
flamante francotirador de FIL agradecía estar por fuera de los círculos del seudopoder
de los gestores culturales. Pobres, daba grima verlos más que de oír los
circunloquios de las habladoras y habladores de turno del gobierno
desarrollista monetizador de paso, aunque estreñidos por el trajín politiquero
que los exprime de la noche a la mañana, se dan modos para proclamar su
simpatía por el arte por el arte, y sobre todo su amor hacia el arte por
encargo. “Esto me anima”, me dije divertido por la lánguida oda al escritor y
sus secuaces que hicieron las autoridades y los sufridos invitados de honor
acolitando lo que venga, dando realce a la apertura del magno evento sonriendo
a trochemoche. Acabados los discursos que no he vuelto a escuchar jamás por
mínima higiene mental, retorné apurado a la tienda porque me chismearon que la
ministra motejada la Colorada, mujer que destacaba por su tipo dentro del
conjunto abridor de la fiesta del libro, iba a desfilar con su séquito por las
instalaciones del Palacio de Cristal. Presentí que mi pabellón estaba a tiro de
su recorrido, y que por algún motivo extra se iba a parar en la tienda Bípedo
Contemplativo.
“¡Ahí viene, ahí viene...! Aproveche cuando pase la
Colorada y obséquiele su obra, es exorcizar al demonio de la FIL, libera
tensiones donando el primer libro bajo el sello Bípedo Contemplativo y vale de
amuleto. Le traerá suerte, ¡hágame caso!”, exclamó el vecino izquierdo de mi
quiosco poniendo énfasis en el nombre de la editorial que lo había enganchado
como a otros que me lo hicieron saber a partir de la exposición de Itchimbía.
Le hice caso al veterano luchador de FIL, al librero cristiano de barba gris y
biblia en mano, constante recitador de su fe después de haber superado prueba
atroz que le plantó su pasado bohemio. Aunque su tienda Relatos Cristianos,
ahíta de literatura de autoayuda, estaba en la otra orilla del taller
nietzscheano Bípedo Contemplativo, hubo empatía de contrarios desde un
comienzo. No perdía nada bautizándome de ese modo en la loma de Itchimbía. La
ministra se acercaba cabeceando de banda a banda por el corredor, viendo y no
viendo la múltiple oferta de libros a sus costados, sonriendo repetía altiva
pero con sencillez campechana a la vez, “¿todo bien...?”, y los aludidos
contestaban educados: “sí, ministra, todo bien”. El estado costeaba la feria y
si no me gustaba lo que éste ha hecho por el sello Bípedo Contemplativo sólo
restaba mandarse a mudar sin protesto y con la certeza de no volver a una FIL
porque las puertas del palacio del reventón de las letras se cierran ipsofacto
a los malagradecidos. A la verdad, me sentía cómodo y expectante en el
quiosco Bípedo Contemplativo, cual araña presta a estrenarse en su red
psicológica. Todo estaba rodando como si el productor de esa escena de feria
fuese yo mismo, y eso hacía que sea irreverente. El miedo al mañana se quedó
plantado en la Bodeguita del Medio; en el amanecer del creador-editor, a
cambio, se deglutía el instante a fuerza de hacer que reviente el inmediato
futuro. “¡Señora ministra!”, aullé en el momento preciso, de pie y alzando el
libro de Asmodeo… con la diestra. “Revise mi primera novela”, añadí
con el refuerzo positivo de extenderle la obra que ella la recogió con ambas
manos dando un paso hacia adelante, colocándose de cara a la tienda y su
chagrillo de afiches de playas prístinas para llamar la atención del posible
lector.
“¡Guapa, la Colorada, tiene su cuerpo y gracia!”,
exclamó después de mi bautismo, con apostólica picardía, el librero cristiano.
“Sí, donosa, la señora”, respondí algo arrebolado. En sí, de la Colorada (y su
traje sastre impecable, azul marino, bien amoldado a su porte maduro), me
arribó el perfume incisivo de almendras, me llegó la imagen del ente que posa
como si estuviese perseguido por doquier de una cámara o un micrófono. Me
preguntaba: ¿Cuán bella sería espontáneamente relajada ante la música del
río cristalino que riega la vega de mi morada silvestre? ¿Será factible
reinventarla ajena a las caretas que escogió para ser ella, la Colorada,
funcionaria versátil en la cúspide del maremágnum ministerial? La señora hizo
ademán de leer la reseña de la contratapa, mas prefirió acariciar con sus
delicados dedos la portada, donde dríades voluptuosas convidan exquisiteces
gastronómicas al señorito del remanso de arena blanca matizando la concha de
aguas turquesas lamiendo el verdor de manglares refrescados con paradisiaca
brisa. “Vaya, vaya, conque tenemos a Asmodeo en brisa con sus novias FB”,
dijo acusando en su rostro oval, de natural sonrosado, rubor extra por el
atrevimiento de no haberme contentado con el “¿todo bien...?” que repartía
gratuitamente. Qué me costaba decir “sí, todo bien, ministra”, si no iba a
ganar un centavo con ese acercamiento. Pero sí se gana, gano lo que me vale
para hacer eso que el señor Bloom llamó reorganización retrospectiva,
pintar a la perfecta desconocida cuando se me pegue la gana para que pase a ser
parte de la fauna de nuestras ficciones. El clímax de mi instante con la
Colorada arribó junto a su gesto coqueto, gracioso, no el manido de ordenar
como es inveterada costumbre en la pirámide ministerial, sino el de zanjar una
incertidumbre existencial, “¿me lo está vendiendo...?”. “No, señora ministra,
se lo obsequio”, dije con sobriedad, y el librero cristiano que más parecía ser
parte del cortejo oficial de la ministra, flameó el pulgar hacia arriba en señal
de triunfo. De esta forma se marchó la primera copia de Asmodeo...,
en brazos de la Colorada. ¿Ella habrá leído, archivado, regalado o botado mi
libro?: no sé ni me importa. Lo que me sedujo es que Asmodeo... se
fue pegado al pecho de quien bien podría ser una de sus novias FB.